Enamorar....palabra
difícil. Me quedo pensando en qué escribir...hay tantas cosas: una
verde mirada que te traspasa, unas letras al otro lado del chat,
unos ojos tristes que le dicen a tu alma más que mil palabras, una
canción cantada al aire del Malecón Habanero, un viaje complicado e
interminable con final feliz. Cada una una historia merecedora de varias
cuartillas. Sumémosle mi hijo que recibe otro tipo de amor, único e
inconmesurable...o mi abuelo...mi abuelo de cuentos de hadas. Lo tengo
complicado y por eso decidí pensar en las cosas que amo HACER...y
eureka!!!! Saltó la historia.
En el año 1997 terminaba mis estudios en el Preuniversitario y la carrera
que pude coger fue la de Licenciatura en Pedagogía en la especialidad
de Español y Literatura. La carrera no me gustaba para nada. En mis
planes no entraba dar clases y soportar a niños malcriados. La
especialidad de Literatura sí porque siempre he amado leer y en
ocasiones escribir. Ante la duda de si aceptar o no mi padrastro (hombre
sabio) me dijo: Mi consejo es que pruebes durante un año, tienes la
opción de sacar buenas notas y hacer un cambio de carrera. Si no, pues
ya veremos. Pero ahora mismo si eliges no estudiar tendremos que pensar
en qué trabajarás porque aquí, en casa, sin hacer nada no te quedas".
Buen consejo. El primero de septiembre del año 1997 ponía por primera
vez los pies en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pedagógica
"Enrique José Varona".
Al
principio estaba reacia a todo. Los turnos dobles de 90 minutos me
agobiaban, la distancia a la que estaba la Universidad de mi casa era de
extremo a extremo de la ciudad y el transporte no es una de las
bendiciones de la capital habanera. Por suerte me tocó un claustro de
profesores exquisitos, verdaderos genios en sus especialidades por lo
que me apliqué a estudiar y hacer el cambio de carrera planificado. A
estas alturas no sé que me hizo demorar la decisión y al final del
curso, con excelentes notas, exámenes de premio que me avalaban para
cualquier otra opción en letras aún seguía allí.
Así llegó mi tercer año. Como hasta el momento
no hacíamos prácticas docentes pues era todo la especialidad y eso sí
me gustaba. Además dábamos Filosofía e Historia del Arte y me sentía
como un pez en el agua. Y así estaba hasta que la carencia de profesores
obligó a los estudiantes de tercero a repartir su tiempo en dos: dos
días a la semana recibiríamos clases y tres las impartiríamos en una escuela secundaria.
Y
allí estaba yo, de profesora en la secundaria donde había estudiado y
de colega de mis antiguos profesores. Surrealista al máximo!!!. Me
dieron el mejor grupo de 8vo grado, el grado intermedio en la secundaria
y el más difícil.
Que fueran los mejores estudiantes tenía sus pros y sus contras. La
disciplina estaría garantizada pero también la curiosidad extrema y ese
querer probar fuerzas con el maestro. Recuerdo que entré al aula muy
nerviosa. Cuando aquello contaba yo con 19 años y mis alumnos 13, era
pequeña, pesaba 120 libras y estaba pasando por mi etapa hippie de pelo
largo y faldas al tobillo. La cara con la que me miraron mis futuros
alumnos fue de campeonato: incredulidad, asombro y burla. Hasta que abrí
la boca y empecé a hablar. Ahí se quitaron mis miedos y sus miradas
incrédulas y en ese momento...en ese instante en que vi la atención en
sus ojos, pendientes de cada palabra que decía sentí el flechazo de la
vocación y decidí que era eso lo que quería para mi futuro: enseñar. En
ese segundo revelador me enamoré perdidamente de mi profesión.
crédito de imagen juventudrebelde.cu
De
esos alumnos guardo los más preciados recuerdos por ser los primeros.
Hasta a escuelas al campo voluntaria me fui con ellos. Muchos están en
mi facebook, otros fueron mis colegas más adelante. Fueron ellos los
responsables de que despegara mi amor por la enseñanza.
Después
de esos vinieron más estudiantes y por supuesto anécdotas. Una de ellas
más bien simpática. En 5to año, como alumna ayudante, fui escogida
para impartirle clases a estudiantes del 4to año de mi carrera. Uno de
esos grupos era de ocho mujeres, bibliotecarias, de entre 45 y 55 años
de edad. Se pueden imaginar cuando me vieron entrar a la clase por
primera vez...con solo 21 añitos. Me miraron, algunas con la boca
abierta y una de ellas me preguntó: Y tú eres la maestra? Respiré
profundo y contesté: No...la pregunta correcta es: Ud es la maestra? Y
sí, lo soy...y empezamos la clase.
A
los años de eso cuando me encontraba con alguna de ellas por la calle y
me llamaban "profe" las personas alrededor miraban extrañadas porque
creían que algo iba mal..que las edades no coincidían.
Esta
es la síntesis de mi historia del amor por el magisterio. Puedo
resumirlo fácilmente: luego de "mamá" la palabra con la que más me gusta
que me llamen es "profesora".
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